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15 de septiembre de 2011

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La mordiente

por LasMalasJuntas

Karla Sterloff (Costa Rica) | Twitter: @ksterloff

Tomó la taza de café con ambas manos y la acercó a la boca en un ademán austero, sostenido apenas por el frío de los dedos. El sol ha empezado a desempañar los vidrios de las ventanas del local. Sintió que una presencia la incomodaba cuando su sombra tembló proyectada en el suelo. El mesero retiró la cartilla de la mesa y le ofreció algo con qué acompañar el café mientras ella rechazaba cualquier idea de comida a esa hora y el recuerdo de él aparecía confundido entre las notas del Toshiba de la barra.

La primera vez que vio a Merlo llevaba un sombrero rojo. Llegó tosiendo, disimulando una mala noche o una vida incómoda marcada por una catástrofe personal de dimensiones particulares. Acomodó la silla y estiró sobre la mesa las relamidas hojas del diario. A esa hora, era un sombrero oculto entre las bocanadas de humo que emanaba su cigarro.

Alicia no ha dejado de oler las nubes de nicotina que le llegan a oleadas desde la otra mesa. Inspira despacio el cigarro ajeno y abre la boca al exhalar, en un remedo de las aves que abren el pico y aprietan el pecho antes de engullir su ración. Alicia es una habitante natural del humo.

Últimamente sale por las mañanas a medio peinar de su casa y camina con el cigarro en la boca hasta el puesto donde el pregonero le empaca el periódico y la misma revista en la bolsa de papel  kraft.

El hombre de los periódicos ya no pregunta y la ve venir mientras ordena las monedas por tamaño y color para colocarlas en una caja de espuma, que según él, facilita su  trabajo en horas pico.

Hay costumbres que se van instaurando como las pequeñas cuentas de un collar de fósiles. Alicia tiene las suyas, tal vez menos utilitarias que las del pregonero cuentamonedas. Por ejemplo, despertar en busca del café, cerrar los ojos, acariciar a la gata y soplar de la mano el delgado pelo blanco dejándolo caer por la ventana. Las bocinas de las primeras presas continúan el rito, llegar haciendo devaneos entre los transeúntes y con una cadencia autómata de recién bajada del sueño, esquivar codazos y paraguas de los trabajadores del comercio y de oficinistas vecinos. Sobre las cabezas de todos, escondida entre las cornisas de yeso, se amalgama la sombra negra de un  pájaro. No es una imagen romántica del pájaro, este pájaro vicioso come el único huevo de una paloma mientras abajo cientos de pies son huérfanos de las esquinas. Alicia tampoco sospecha la gesta del ave, solo evita imaginar su propio aliento al esgrimir un convencional “disculpe”. ¡Abran paso!, sería mejor, pero ella no es el pájaro embustero, ella es la paloma. Una paloma que sabe que la gente ha dejado de notarla por la calle para confundirla con el paisaje oxidado de San José. Así que se limita a aparecer y desaparecer por el centro de la ciudad caliente y de la lluvia como  un ave que  discurre al azar.

El café está hervido, qué más da, piensa y busca al mesero inútilmente. Desde el primer día se obligó a pensar que sería la única cliente en ocupar la mesa del local junto a la ventana. Si bien no es el mejor sector de la soda, pues de la puerta a los baños hay si acaso dos metros, también es el único lugar que permanece solitario por lo menos en las primeras horas del día.

Ya a media mañana, los comensales compuestos por un grupo siempre idéntico de secretarias y oficinistas de las instituciones públicas aledañas, avanzan como cangrejos deformes y grises sobre las cuatro mesas de su sector preferido y llenan el aire de risas idiotas y comentarios irrelevantes. Alicia sigue fumando.

No sé por qué no pude escoger una de las mesas del fondo −piensa cada día−-, libre de visiones siniestras y de contagios, pero se habría roto la fórmula repetida con exactitud cada mañana. Sin prisa mira el reloj de pulsera −faltan algunos minutos todavía para las nueve−.

La primera vez que lo vio, corrió las sillas con la mirada fija en este hombrecito de cejas sumergidas en un sombrero ridículo y rojo. Las cejas que salen por debajo del sombrero se adivinaban espesas y crespas. Era imposible reparar en otra particularidad del enano, como que tomaba la taza con la mano izquierda y hundía la mitad del meñique entre la bebida para constatar la temperatura del líquido a cada tanto.

¿Cuántos hombres así caminarán por las calles?, y se limitó a seguir bebiendo café inmersa en el verano del 96 cuando compró por primera vez aquella revista. Sin saber por qué o cómo, se sintió vestida con la brevedad del traje rojo y con la piel atigrada por la proyección de la lámpara en el centro del techo; la música rebota en las paredes y hay cuatro piernas entrelazadas en un bolero que la convierten en esa figura arrogante difuminada en la pared.

El resto del día volverá a ser la mujer amarga que no se mira al espejo. No es bella Alicia, Dios no le alivianó el paso por el mundo de esta manera. Ahora está cansada por la edad pero se sabe ganadora absoluta de su propia batalla. Si antes el tiempo fue un problema, ahora sobra. Después de su jubilación, la mayor parte de él lo ha invertido casi sin darse cuenta en  pensar en sexo. La última película vista en el cine le había dejado un hálito de desastre, una enconosa herida en un pasado amoroso que no existe pero que inventa. De ahí la revista en la bolsa de papel, de ahí los sudores por las noches con el consecuente alivio a dos manos entre las piernas, y la gota de saliva colocada adrede sobre el pezón, para amanecer con la calma instaurada frente al espejo en el que no se atreve a peinarse por las mañanas.

Era el año número cinco, año VII de la revista, en que conoció a Merlo. La primera vez que lo vio apareció entre las páginas de una edición especial dedicada al kitsch. Inclinado sobre un sillón de vinil forrado en plástico, sus dedos pequeños recorrían un álbum de postales levantado a la altura de los ojos, y este le tapaba media cara que dejaba al lector la prolijidad de su miembro. Alicia quedó abrumada, pero no tanto para no reconocerlo cuando aquella mañana se sentó en frente suyo y ordenó el desayuno. Un hombre delgado, bastante delgado y pequeño para modelar en una revista para adultos, pero el cliché no dejaba duda del humor de los editores.

Desde el día del primer encuentro, el gnomo también ha aprendido a esperar que den las nueve, porque hace cuarenta minutos ve con desparpajo la hora ensimismado en el reloj de la pared. Ordena las boronas del pan desperdigadas sobre la mesa y ahuyenta con delicadeza a la mosca que intenta pararse sobre su cara hace cuarenta minutos. Todo como lo hace siempre. Por lo demás, ella no hubiese reparado en el gesto de su mano cuando se extendió alargando el respaldar de la silla y la invitó a bailar la canción que llora a las nueve de la mañana desde el radio. Sintió la mano primero palpando cada centímetro de la cintura, los dedos aproximándose más cada vez en una cadencia ausente de ceremonias. La mano se colocó en el centro de la espalda, aprovechando los vaivenes de ella llevada por la música para respirar entre los mechones de cabello que le cubren la oreja.

─¿Estás cansada?

─Es así casi siempre –contesta ella mientras cierra los ojos.

─La música nos suele cambiar.

─… vos sabés, a esta hora de la vida.

─Son las nueve todavía.

─Todos los días de la vida se llega a las nueve.

─Todos los días, menos uno.

─El de la muerte.

Y ella hizo un acento en el gesto cuando  él la  rozó para sentirla cóncava.

─La felicidad a veces miente –se escuchó decir ella.

─¿Como los boleros? –dijo él.

Crujió la pata de la mesa cuando el mesero se aproximó para dejar el recibo doblado de la cuenta junto al servilletero y así ella aterrizaba en la silla lejos del mostrador grasoso donde iban y venían los platos cargados del desayuno. El Toshiba continuaba llorando sobre el mostrador y los cangrejos parecían  aplaudir desde las mesas vecinas.

La primera vez que vi a Merlo apareció en esta soda de mala muerte, sentado, poniendo en orden las boronas del pan desde hacía cinco años y yo me sigo poniendo vieja mientras disimulo fumarme este cigarro y tragarme este café de mierda que baja por la garganta, y espero las primeras notas de este bolero. Siempre parece ser la primera vez que lo vi, y todavía no sé de dónde vienen los trinos.

§

* Mención de honor en el Segundo Concurso Centroamericano de Cuento Yolanda Oreamuno, de la Asociación Costarricense de Escritoras (ACE), 2009

Fotografías: CAAZ (Carlos Álvarez Zúñiga)

Leer más desde Cuento, Vol. 10
  1. Anónimo
    Sep 16 2011

    Felicidades Karla! Lo disfruté, gracias!

    Responder

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